Las políticas sociales fueron necesarias para poder implementar un objetivo impronunciable: establecer alianzas entre las élites emergentes y las clases dominantes tradicionales, para gobernar a los subalternos con las menores resistencias posibles, aunque decir gobernar no es adecuado por insuficiente. Se trata de la modernización capitalista de la sociedad que pasa por integrar a los de abajo limando sus diferencias culturales, lo que Aníbal Quijano denomina como heterogeneidad estructural de América Latina. La promoción del consumo entre los sectores populares y la inclusión financiera de los mismos fue tanto como abrir las puertas a un modo de gobernabilidad que nunca había calado tan hondo en las camadas más sumergidas, para adocenarlas, por un lado, y lubricar la acumulación de capital, por otro.
Bajo el discurso de la participación ciudadana y la incorporación de los sectores históricamente olvidados de nuestra sociedad, estos regímenes entendieron la democracia de forma minimalista, como meros procesos electorales, vaciando de contenido –mediante políticas clientelares– a las organizaciones y movimientos sociales que se había empoderado durante la etapa de resistencias al neoliberalismo, produciendo ciudadanías inactivas, en lugar de promover sociedades concientizadas y libres de las inseguridades e incertidumbres que el capitalismo difunde.